Por Joaquín Regadera
Cineasta
Hablemos de los débiles, de los humildes, de aquellos que se sienten victimizados y que le temen al hecho de aventurarse en el mundo que les intimida. Hablemos de las personas crónicamente pasivas, de aquellas personas que les temen a los fuertes. Hablemos de su frustración, de que no pueden obtener lo que quieren en la vida, de su envidia a los poderosos y del odio que se tienen secretamente a sí mismos por ser tan cobardes y flojos. Hagámoslo, hablemos de ello, porque nadie puede vivir pensando que tiene un odio profundo, un resentimiento residual, estancado, contaminado, podrido. Se trata de un rencor sobre el que se inventa una racionalización que les dicta que ellos son los buenos y los morales, porque son débiles, humildes y pasivos. Sí, la paciencia es una virtud, porque tienen que esperar mucho tiempo antes de obtener lo que quieren. Incluso la obediencia es una virtud, porque no pueden seguir su propia voluntad y tienen que obedecer. Más aún, también la humildad es convertida aquí en una virtud, posicionándose del lado de los débiles y de los oprimidos, de las personas iguales a ti. Pero, con la consecuencia de confundir lo opuesto a ello con el mal -agresividad, orgullo, independencia, éxito. Por supuesto, no se trata sino de una racionalización y ningún debilucho inteligente se convencerá nunca a sí mismo de ella, y eso le hará un daño interno, porque los fuertes se reirán de él, mientras continúan haciéndose más fuertes y más ricos, disfrutando de una vida dolorosamente envidiable. ¿No nos hemos preguntado nunca por qué hacemos daño inconscientemente a los demás? ¿Por qué acometemos errores perjudiciales que bien podríamos evitar? ¿No será por la combinación de odio hacia nosotros mismos y de envidia a los poderosos? Desde luego, esta combinación parece ser una razón suficiente para verse impulsado a atacar y a herir los sentimientos de los demás. No obstante, los debiluchos no pueden atacar directamente porque temen de los riesgos de la confrontación, y sus únicas armas son las palabras.
Hoy en día, pareciese que las personas fuertes, activas y exuberantes fuesen las personas capitalistas, y las esperanzas revolucionarias se han ido diluyendo cruelmente, hasta el punto de vernos incapaces de imaginar ninguna alternativa al capitalismo. Además de lo grotesco que se hace vivir en un mundo sin ilusiones, el hecho de perder toda esperanza se hace odioso por estar del lado de los perdedores e induce el odio hacia los ganadores por el mero hecho de que han ganado. Y se trata de un odio que se torna crónico y que, por tanto, incita los impulsos destructivos. Mas, si tus únicas armas son las palabras, ¿cómo destruirías algo con las palabras? El posmodernismo es un movimiento conceptual basado en la deconstrucción, es decir, en la destrucción mediante el uso y sentido de la palabra o de la imagen, con el propósito de que la resonancia del significado haga caer todo lo perecedero e inadecuado por su propio peso. Y, más concretamente, el posmodernismo es una corriente con la función de deconstruir la realidad, para comprender aquello que es irrepresentable o que tiene existencia propia; la tecnología, para renovar los vínculos con los que se construye la realidad y el tejido social; y la autoría, para revisar el privilegio teológico del sentido único autor/dios, en tanto que toda obra es susceptible de análisis y la interpretación del significado no es realizada por el autor sino por su público.
Así como Occidente se enorgullece de su compromiso con la igualdad, con la justicia, con la apertura mental y con la creación de oportunidades para todos, se enorgullece también de su seguridad en sí misma y de ser una creída que ve en el progreso el camino hacia el futuro. Y esta visión debe ser insoportable para quienes estén inmersos en la mirada del infortunio y del fracaso, convirtiendo a Occidente en un objeto a destruir, atacando la percepción de sus valores morales, tachándolo de racista y sexista y acusándolo de ser inherentemente dogmático y cruelmente explotador. Como fuese, el posmodernismo debe ser necesariamente cruel sólo con aquello que nos debilita y envejece, y sus procesos de deconstrucción deben estar basados única y exclusivamente en la Verdad. Porque la deconstrucción es un proceso de liberación, y lo que quiere la Libertad no es una libertad para mentir sino que, por el contrario, lo que busca es ante todo la Verdad, es decir, una idea adecuada sobre las cosas. Por ello, cabe recodarle a los débiles que, si no se atreven a confrontar sus conflictos con los fuertes, procuren al menos no atacarlos indirectamente sembrando la mentira sobre ellos, porque el daño que inevitablemente van a causar los rumores se volverán contra ellos mismos tarde o temprano, como le sucedería a Yago tras haber conseguido engañar irónicamente a su odiado Otelo en la obra de Shakespeare. Y, por supuesto, se trata siempre de mejorar las cosas, nunca de empeorarlas, porque cuando se destruye una cosa debe ser para dar lugar y espacio a algo nuevo, no para arruinarse ni para arruinarlo todo, tal y como hacen el fascismo y sus construcciones de fachada.
